En las puertas de la mágica adolescencia, no tiene cariño por parte de su familia, solo le quedan las drogas, un colega y yo.
No encuentra la razón, ni el sufrimiento, ni el dolor cuando tiene alguna pastilla, las lágrimas que derraman sus ojos por las palizas de su padre solo mojan la almohada cuando no se fuma nada, me dice que lo perdone y yo quedo en silencio, le marco un beso y trato de convencerlo una vez más, pero mis palabras no sirven de nada porque siente de nuevo la necesidad de alguna sustancia que le hace mucho mal.
Y es que cada vez que la da una calada a un “porro” su pequeño mundo no es triste y dice que más disfruta si yo estoy a su lado.
-Sigue con tu fracaso, no puedo seguir luchando, perdiendo el tiempo… si no me escucha tu mente, de qué me vale que tus ojos estén pendientes...
Si le falta un grano de “chocolate”, parece que le falta el aire, tiene un vacío muy grande y se siente como un cobarde. ¿Y para qué vivir con calma? Si sigue así morirá deprisa. No entiende que existe un mundo demasiado diferente. Rompe barreras y se siente suelto, pintando algún muro o simplemente bebiendo. Sabe que yo estoy con él y jamás lo abandonaré, pero tiene que saber vivir sin mí.
Cada noche rezo para que no se hunda en este mar y que siga flotando. Recuerdo el día que lo vi por primera vez con un “cigarrillo” entre sus labios, entonces no tenía sentido enfadarse por ese gesto que todos los adolescentes hacen. Pero así empezó y ya se está desbordando, creo que controla sus sentimientos, aunque no la razón. Dice que soy su gran amor, pero tiene que decidirse entre ¡LAS DROGAS O YO!
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